Escribo para explicarme.
Escribo para entender.
Escribo para conocerme.
Escribo para que no se escurran los recuerdos en el tiempo.
Escribo porque cuando nos contamos la vida podemos resumir
años e historias en un par de oraciones que por lo general no les hacen
justicia a los hechos ni a las personas. Y porque eso a veces duele.
Escribo para plasmar sensaciones, aunque no lo logre como
resuenan en el cuerpo. Porque los olores no viven en el papel sino en el
recuerdo de los sentidos. Ahí están el del chocolate blanco Lacta brasilero y el
de los quinotos que caían en el arenero del jardín de infantes.
El papel tampoco soporta los abrazos dados en los momentos
justos. Ni las palabras, las estrellas en un cielo de verano, las confidencias
y las canciones. Ni los fogones, los viajes, el ruido de las pisadas en un camino
de piedras, los rayos de las ruedas de la bicicleta, la bocina del tren a lo
lejos en la madrugada, las voces y las risas. Ni el ruido de la sortija de la calesita, la
vista desde la ventanilla de un avión, el sonido del mar ni el gusto del helado de dulce de leche
que te compraba tu abuelo. Todo está guardado en el mundo que
entró por los sentidos. Tu mundo.
El papel y las palabras sirven para revivir sensaciones,
pero no las pueden generar. Si lo hacen es porque en algún lugar existieron antes
y la habilidad de quien las escribió logró que trascendieran para emocionar a
otros. Hay que haber vivido, en persona, a través de relatos o de
lecturas. Tanto hasta que uno a veces no sabe si lo vivió o si se lo contaron.
Si lo vio en el lugar o si fue en una foto. Y están los recuerdos
inconfundiblemente propios.
Somos como prismas que descomponen los recuerdos en vez de
la luz, pero la física no nos explica.
Los recuerdos se desdibujan o se
confirman de una persona a la otra, aunque los hayamos compartido. Basta una charla
con los hermanos para probar que la reconstrucción de la historia es un proceso
personal que se completa con los demás. Nos sorprendemos. Donde uno ve
abundancia, otro ve carencia. Agruras dulces. Suavidades ásperas. Y es que la
reconstrucción se completa con todo lo vivido antes y después. Y al final solo
coincidimos en un punto.
No envidio al personaje de Borges que murió aquejado por
recordarlo todo. Como si yo supiera y recordara para siempre cuántas migas hay
sobre la mesa, y cuántas vetas tiene cada tablón de la madera que la forma,
mientras escribo. No quiero ser como Funes, pero tampoco quiero olvidar. Y
cuando tenga más de 90, quien sabe, espero no solo seguir acordándome de Norma,
mi maestra de primer grado, de su voz fuerte, su carcajada y su lunar con pelos, -que me
hacía pensar que era monja, porque la monja del jardín tenía un lunar con
pelos, con lo cual yo pensaba que todas las mujeres que tenían lunares con
pelos eran monjas- sino también de esa charla en la montaña en un desierto de
Catamarca mientras se ponía el sol al atardecer, quince años después.
¡Qué bello!
ResponderEliminar¡Muchas gracias Jorge!
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